Hace apenas unos meses, nos encontrábamos lidiando con una severa sequía que afectaba de manera devastadora a los productores agropecuarios. Sin embargo, el escenario ha cambiado drásticamente, y ahora las lluvias y tormentas son una constante en gran parte del país, incluyendo nuestra propia ciudad.

En el AMBA, específicamente en Bahía Blanca, el pasado fin de semana fue testigo de un tornado que arrasó con todo a su paso, cobrando la vida de 13 personas, dejando algunas hospitalizadas y destruyendo hogares en su camino.

Sin embargo hay que reconocer que, si bien un incidente de tal magnitud indudablemente se clasifica como una catástrofe, no se requiere de un tornado, huracán o viento fuerte para que un fenómeno meteorológico desencadene tragedias. La lluvia, incluso la lluvia intensa que puede resultar reconfortante para muchos a la hora de dormir, puede generar una angustia profunda en gran parte de la población.

Y es que el agua que cae convierte calles de tierra en lagunas de barro, complicando la vida de quienes, con dificultad, transitan en bicicleta para llegar al trabajo. Mientras intentan no resbalar, muchos piensan en las horas de sueño perdidas al colocar un nylon en la ventana o al deshacerse del agua que invade cada rincón de su hogar. Se enfrentan a la realidad de usar ese único par de zapatillas mojadas, sumergidos en un ambiente de frustración, porque después del agua y la ropa mojada, viene el frío.

Y este escenario representa el mejor de los casos, porque si la lluvia se acompaña de vientos intensos, la situación se vuelve aún más compleja. No se trata simplemente de mojarse sino de presenciar cómo se desprenden techos, dejando al descubierto aquellas pocas cosas que tanto les ha costado conseguir.

El agua desnuda la pobreza, revelando las vulnerabilidades de quienes tienen menos recursos para enfrentar los desafíos más simples del clima.