EDITORIAL – Cuando queman las papas, se nota la ausencia (y complicidad): la importancia de un Estado presente, en serio.

Los incendios que están teniendo lugar en las sierras de Córdoba dejan de manifiesto la importancia del rol del Estado para prevenir, controlar y financiar un abordaje integral sobre el manejo del fuego. También la complicidad de décadas con un modelo cuyas consecuencias están a la vista. Un individuo con una comunidad en llamas, no es nada.

Antes que nada, es cierto. Los incendios en las sierras no empezaron “el 10 de diciembre de 2023”.
Un «disclaimer» necesario en una sociedad que divide en todo, incluso en los análisis generales, y que categoriza con algún “ismo” despectivo a quien piensa distinto. 

Enfocados sólo en Córdoba, -epicentro actual de una bestialidad ambiental donde el trasfondo son intereses económicos -, entre 1987 y 2018, el fuego había alcanzado casi el 60% de las sierras de la provincia.
Para tomar dimensión, son casi 1.700.000 hectáreas, equivalente a 28 veces el tamaño de la ciudad capital de Córdoba.
Esta información está disponible de manera interactiva gracias a un estudio satelital realizado por investigadores y científicos del Instituto Gulich (UNC) y la CONAE. 

La reflexión a la que se busca invitar es: “qué relación guarda el rol de un Estado en torno al cuidado de sus recursos naturales, como la biodiversidad de las Sierras?”.
E incluso dar un paso más: “¿cómo afectan estas situaciones al entramado social de una comunidad que se ve devorada por las llamas imposibles de apaciguar?

En términos generales, la política –o en realidad, la MALA política a la que nos tienen acostumbrados en Argentina– le da un interés casi degradado a las políticas públicas referidas a ambiente. Todos los gobiernos, desde la vuelta a la democracia y sin distinguir partidos o nombres, usaron el puesto de “ministro o secretario de ambiente” para pagar favores preelectorales. En Argentina, brilla por su ausencia un cuadro técnico a la altura de las necesidades en un país tan vasto en recursos, biodiversidad y ecosistemas. 

Podríamos historizar y hacer algún recorrido que sin dudas quedará un poco flaco, pero que se ilusiona con ofrecer un pequeño marco contextual de lo recién expuesto.
En los 90’s, donde empezó el discurso anti-estado y el neoliberalismo se empezaba a ramificar y a meterse casi de manera intrusiva en políticas más o menos “moderadas”, el área de ambiente era una secretaría. Felipe Solá manejaba los hilos de la política ambiental desde un punto de vista netamente productivo, liderando el Min. de Ganadería y Pesca durante gran parte de esta década. Fue el peronista Solá quien abrió la puerta a la soja transgénica que resistía el glifosato, ambos productos que empezaban a ser prohibidos en la mayoría de las potencias mundiales por sus efectos nocivos para la salud y con eso se abrió un modelo de negocios muy nocivo para tamberos, hacendados y pequeños productores: siendo mucho más rentable la plantación de soja, le empezó a ganar terreno a las unidades productivas de leche, ganadería e incluso los pequeños productores de otros tipos de maíz, empezaron a ser cooptados por las grandes corporaciones sojeras, los holdings nacionales e internacionales y los grandes pooles sojeros.
En ese momento, con el afán siempre presente del lucro económico como máxima ley, tal vez nadie se preguntó hacia donde se trasladaron todos aquellos animales y unidades productivas ganaderas que estaban comenzando a ser desplazadas por el monocultivo de soja. Era el principio de lo que hoy se conoce como “la ampliación de la frontera agropecuaria”: si en este lugar se planta soja, los animales tienen que pastorear en otro lado.
Y ese “otro lado”, eran islas del delta, humedales, bosques nativos que se fueron desmontando.

En los 2000’s, el boom del precio internacional de la soja no preveía mejoras en las condiciones de los demás sectores: todos querían los billetitos verdes que el mundo ofrecía para llevarse la soja que se cultivaba en Argentina. Incluso la política, que aprovechando “el viento de cola” mediante retenciones y esquemas impositivos, engrosaban las arcas del primer y segundo gobierno kirchnerista para ser volcados en políticas públicas -según el discurso oficial- pero también en responder a los apoyos que el lobby de las transnacionales habían conseguido.
Se profundizó lo que los ambientalistas llaman “el modelo”: modelo extractivista cuyo único fin es la maximización de ganancias mediante la extracción de recursos naturales dejando de lado las consecuencias ambientales que genera a mediano plazo. 

A esto hay que sumarle otro de los lobbys más pesados en torno a la política y que pisa fuerte en el Congreso, sin importar gestiones: el lobby inmobiliario, que con la moda de “vivir en un country en medio de la naturaleza”, avanzaron sobre áreas protegidas en todo el país: en el norte, en el sur y en la región centro, hay casos judiciales abiertos en distintas jurisdicciones e investigaciones en curso sobre la responsabilidad del negocio inmobiliario en las quemas intencionales.
Claro que, con la fuerza económica y el poder político que manejan los empresarios detrás de los grandes negocios inmobiliarios, se han cerrado investigaciones en curso sin mucha explicación. 

Recién en 2012, en la última presidencia de Cristina Fernandez, el Congreso ingresó un proyecto de ley sobre el manejo del fuego. El rol clave del mismo era que establecía presupuestos mínimos para la protección del ambiente en relación a incendios forestales y rurales. A esto, hay que sumarle que el proyecto preveía la creación del Sistema Federal de Manejo del Fuego, con el objetivo de “proteger y preservar el ambiente del daño generado por incendios, garantizar la seguridad de la población ante incendios y establecer herramientas para que el Estado intervenga en el combate de los focos activos.”

Ya en el gobierno de Macri, el vaciamiento del Ministerio de Ambiente fue severamente grosero: hay quienes recuerdan como lo más parecido a una política pública al rabino Bergman, ministro de la cartera de ambiente, disfrazado de planta.
En 2012, durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, se realizó un contrato de leasing (alquiler con derecho a compra) que permitía usar 26 aviones, para terminar comparándolos luego de varios años de uso, con pago en cuotas.
¿Qué hizo Bergman con ese contrato? Lo canceló. Devolvió las aeronaves y abrió una nueva licitación que terminó quedando en la nada, con acusaciones de haber querido favorecer a una de las empresas. Por lo tanto, el Ministerio de Ambiente quedó sin los aviones de 2012 y sin los que Bergman intentó sumar.
Sin embargo, la licitación estuvo lista en un documento en su despacho todos estos meses con la leyenda: “Contratación de un servicio de medios aéreos de ala rotativa para ser afectado a las jurisdicciones provinciales, parques nacionales y diversas regiones del Sistema Federal de Manejo del Fuego, dependiente del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sustentable, por un período de veinticuatro (24) meses”.

Los fondos estaban. Es más, el ministro solo utilizó el 51% del dinero que le habían girado para prevenir incendios. El Sistema Federal de Manejo del Fuego dejó sin usar el 49% de las partidas que tenía disponibles: de los 450 millones de pesos presupuestados, apenas aprovechó $232 millones. Es por eso que el Presupuesto 2017 tuvo una reducción significativa en el área.

Con la vuelta del peronismo progresista en 2019, de la mano de la dupla Fernandez-Fernandez, eran no pocos aquellos que ya preveían una gestión “ni-ni” de la dupla que encabezaba Alberto Fernandez, quien hoy podría señalarse como uno de los peores presidentes desde la vuelta a la democracia sin mucho temor a ser extremista con los comentarios.
Pero fue ese gobierno, de quien nadie esperaba mucho, que reforzó de manera benigna la Ley del 2012.
Con un proyecto de Máximo Kirchner, se amplió la protección de los ecosistemas al prohibir que se realizan modificaciones en el uso de superficies afectadas por incendios forestales intencionales o accidentes por 60 años en el caso de bosques nativos o implantados, áreas naturales protegidas y humedales; y por 30 años para zonas agrícolas, praderas, pastizales o matorrales.

Aquella reforma fue clave como herramienta para ponerle un límite a la avanzada del lobby inmobiliario y de ampliación desmedida de la frontera agropecuaria, con un modelo que se repitió y agravó en la última década: incendios en humedales, bosques y grandes pulmones con el objetivo de “limpiar” las tierras y volverlas aptas para el pastoreo de animales o para la construcción de emprendimientos como countries exclusivos, barrios u hoteles que, casualmente, ofrecen la cercanía y el acceso a la naturaleza como “plus”.

Con un ministro como Juan Cabandié encabezando Ambiente, era de esperarse que su ejecución correcta no sea precisamente eficiente. Cabandié “hizo agua” por todos lados, esperable para una persona que respondía más a una organización militante que a una formación adecuada en el área. 

La irrupción del libertario Javier Milei en la escena política y la victoria sobre Massa en las elecciones de 2023 venían con otro cachetazo para las políticas ambientales: Milei es un abierto negacionista del cambio climático, mantiene sueños húmedos con volver a una Argentina agroexportadora y se vanagloria de los insultos que profiere contra los ambientalistas, a quienes tilda de “zurdos con agenda indigenista” y los pone del lado “contrario al progreso”. En el fondo, quien fuera su rival en las elecciones, Sergio Massa, tampoco perfilaba distinto en torno a su mirada del medioambiente, con la célebre frase de que “la cordillera es una torta que hay que repartir”. 

Milei desfinanció por completo el Fondo para el Manejo del Fuego: el el decreto de reglamentación de la famosa “Ley Bases”, se eliminó el fideicomiso del Fondo Nacional de Manejo del Fuego. Es decir, eliminó los fondos que se utilizan para sofocar los incendios, exponiendo a provincias, brigadistas, y comunidades a enfrentar los incendios en condiciones deplorables

Entonces, se abre una hipótesis sumamente interesante, que se performatea como realidad en el campo de la acción: el Estado no ejerce un rol activo en políticas ambientales que preserven el ambiente, que promuevan la producción sustentable y que protejan la biodiversidad de la nación.
El neoliberalismo privatizador de los 90’s que abrió la puerta a la concentración de la tierra en manos de los pooles sojeros transnacionales, desplazando la ganadería a una amplificación de la frontera, el desmonte para pastoreo y el uso de islas y humedales, la falsa década ganada con la aplicación de un “neoliberalismo soft” que permitió y dio las condiciones para que se profundice el modelo extractivista, los gobiernos de transición de Macri y Fernandez que hicieron “oídos sordos y mirar para otro lado” a pesar de los avances en materia de legislación y financiación que impulsaron en 2020, y la gestión actual que es negacionista,y que además propone un capitalismo aceleracionista rifando recursos y generando enclaves coloniales con el flamante RIGI son parte de un plan sistemático que atraviesa gobiernos, nombres y gestiones, acompañando a todos por igual y encontrando la forma de seguir haciendo negocios espúrios con lo único que jamás, nunca, podremos “comprar”: el medioambiente. 

Cuando las papas queman, se nota demasiado la falta de un Estado con un rol presente, de manera inteligente, eficaz y con una mirada de sostenibilidad ambiental.
Y también la complicidad del Estado, o de quienes se dicen “representarlo”, en las catástrofes que estamos viviendo actualmente, consecuencia de un trazado casi lineal en los últimos 40 años. 

Es hora de pensar en comunidad, en solidaridad, en reclamos directos a la clase política -que es siempre LA MISMA desde hace 30 años- mediante participación ciudadana y conciencia de los modelos económicos y de país que queremos, no ya “dejarle a nuestros hijos”, sino “disfrutar los años de vida que nos quedan”. 

 

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